martes, agosto 12, 2014

Un ciego en el cine Capitol: 02 El viaje del Miss Pacific

Rosita, la misma que durante las fiestas de Santa Rosa despachaba churros y algodón en rama, era la taquillera que toda la vida asistía a los clientes del Capitol: sábados y domingos, dos sesiones; lunes, sesión doble, con pipas y chicle. Yo siempre sospeché que Rosita se olía que entre Mari Puri y yo había más de lo que parecía. Aquella tarde, al verme esperarla en vano me animó a entrar al prudente grito de “Ciego, como no entres no te vas a enterar de la peli, es de piratas”. Rosita era siempre igual de delicada, daba igual que despachase churros o entradas de cine. Un buen día descubrió que su marido, que era maquinista, tenía un amor en cada estación de la línea Venta de Baños-Irún, lejos de amilanarse por aquel fracaso matrimonial echó al marido, que se tuvo que ir a la pensión “El Riojano” (General Franco 65, bajo, izquierda), pasó un mes acostándose con todos los amigos de su marido y acto seguido se puso a trabajar.



¿Qué hace un hombre cuando descubre que cometió un error al casarse? Suicidarse lo más rápido posible, pensó el capitán O’Hara asomándose por la borda del “Miss Pacific”. Hacía una semana que habían partido de las islas Marquesas aprovechando la bonanza del tiempo y desde entonces no había vuelto a estar sereno. Saber que volvía a la casa donde le estaría esperando Gwenn le producía sudores y vómitos. Había intentado inútilmente enterrar su dolor en varios barriles de güisqui. Y en aquella nativa, de mirada dulce y labios exóticos que se había empeñado en acompañarle a todas partes desde un mes antes. No sabía cómo se llamaba, habitualmente le decía “Oyetú”. Sólo en los momentos de mayor ternura le decía “Tú”.



Se avecinaba una tormenta y el fuerte viento que la anunciaba le servía de alivio para su dolor de cabeza. Se despojó de la gorra y se pasó la mano ruda por los cabellos, con gesto varonil, desde la frente a la nuca. No quería llegar al continente y aquella tormenta podría significar uno o dos días de demora y por lo tanto de alivio. Pero también serían dos días más aguantando a Mr Brannagan, un atildado petimetre, vanidoso y superficial que había alquilado el barco por una escandalosa cantidad dos semanas antes de la partida. La señora Brannagan le gustaba porque representaba todo lo que una vez buscó en su propia esposa y nunca puedo encontrar. En la semana que llevaban de singladura el matrimonio había discutido varias veces sin importarles los testigos, lo que sin duda era bueno, según pensó el capitán O’Hara, pues nunca se sabía si habría alguna oportunidad de arreglar cuentas con el estúpido caballerete. A través de la esposa, claro.



No eran los únicos pasajeros, naturalmente. La noticia de la que iba a ser inminente partida del Miss Pacific había animado a varios ciudadanos más a iniciar el viaje. El capitán los remitía a Mr Brannagan y éste al capitán hasta que por fin todos de acuerdo se formó un grupo encabezado por un predicador baptista y un comerciante de piedras preciosas decidido a embarcar. Tras varios meses de permanencia en las islas parecía que a todos les había entrado de repente una enorme prisa por ir a Panamá. La convivencia, que al principio era meramente superficial, se fue haciendo cada día más difícil. En las comidas prácticamente nadie hablaba. O’Hara había intentado hasta la saciedad buscar temas que suscitasen la participación de todos los comensales, pero tras varios días de esfuerzos renunció al ver miradas de odio cruzadas entre Mister Brannagan y el comerciante de piedras preciosas. Algo había habido entre ellos, era indudable. Y lo que el capitán temía es que fuese lo que fuese, iba a estallar durante la travesía.


La noche había caído mucho antes de lo esperado, pero el capitán se resistía a dejar la cubierta. Grandes nubarrones negros y barrigudos cercenaban desde varias horas antes la posibilidad de que los caritativos rayos de sol curasen las heridas de su alma. El viento arreciaba. De pronto la voz cantarina y romántica de la señora Brannagan preguntó si era seguro permanecer allí con aquel mal tiempo. Empezó a llover leve, casi involuntariamente, como si las gotas no quisieran interrumpir. O’Hara se dio la vuelta sonriente y seguro de sí mismo se desprendió de su chaqueta para cubrir con ella los hombros delicados de aquella mujer con la que tanto había soñado en las últimas semanas. Se quedaron frente a frente sin decir palabra, por fin ella le miró a los ojos, él sonrió y la besó. Gruesas lágrimas nacieron de los ojos de la damisela y recorrieron sus mejillas sin correr su rímel ni arruinar su espeso maquillaje.


Él bajo lentamente los ojos y se fijó en que la empapada blusa de seda se ceñía perfectamente al generoso busto, marcando delicadamente cuanto había debajo. Ella al verle rodeó a aquel hombrote con sus brazos y lo atrajo hacia sí. “Oyetú”, oculta tras unos barriles de harina, no se perdía detalle. Se acercó silenciosamente por detrás de la señora Brannagan llevando en la mano un cuchillo con la empuñadura de nácar. Estaba preparando un golpe preciso y de ejecución limpia. Cuando iba a descargarlo, el leve crujido de una puerta batiente mal engrasada interrumpió la escena, se oyó un apresurado e irritante taconeo, un olor a tabaco negro y a palomitas lo inundó todo y alguien dijo:



- Pues anda que no se ha puesto tonta la Rosita, joé; sólo le faltaba someterme al tercer grado para averiguar por qué llego tarde, joé. ¿Quieres pipas, joé?



Maripuri se sentó encima de mí, como siempre, y yo, como siempre, volví a preguntarme dónde poner mis manos. Los del barco todavía no lo sabían, pero al amanecer el día siguiente iban a divisar la bandera negra de un barco pirata. Nunca llegarían a Panamá.

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