lunes, abril 25, 2005

El hombre invisible

A esta parroquia vienen cada día más personas. Los de aquí, a misa, y los de fuera, aunque el cura rabie, a ver nuestro retablo durante la Liturgia y a descansar, que esta iglesia siempre tuvo fama de confortable y acogedora. Unos y otros pasan a mi lado y no me ven. Hablan al entrar y al salir. De lo que ha dicho el cura o del retablo, de la vecina de banco o de oye, tú, mira quién está ahí. Salen y entran, se saludan y se sonríen. Los hay que según lo que el cura vaya diciendo se revuelven incómodos sobre sus traseros, algunos carraspean sin cesar, otros, los más, se abandonan, muelles, y se limitan a esperar pacientemente a que el sermón pase.

Desde la puerta de entrada yo no me pierdo detalle. Los hay que llegan tarde y haciendo ruido, con ganas de hacerse notar, los hay discretos que se meten en un rincón para pasar desapercibidos. Otros llegan envueltos en perfumes caros y traje de marca. Son los mismos que por la tarde tampoco me ven en la Calle Mayor, delante del Café de la Ciudad o ante la fachada principal del cine. A veces me los encuentro detrás de un escaparate, escogiendo una corbata de última moda o los zapatos más caros, acompañados por una dependienta rubia que sonríe bobaliconamente y les da siempre la razón con excesivo entusiasmo.

Les observo: Salvo si salen de la última sesión de cine, caminan estúpidamente, con la mirada perdida en un punto lejano y gesto de preocupación. Con pasos graves, seguramente se dirigen a ninguna parte, sin prisa por llegar, a consumir sosa, aburridamente, sus últimos minutos de libertad antes de llegar a casa o al trabajo. En ese caso, si salen de la última sesión del cine, digo, salen con una mirada especial, sus pasos son más precipitados y parece que fugaz y pasajeramente hay algo de ilusión en sus vidas. A la mañana siguiente, cuando se dan cuenta de que sólo son lo que son y no los protagonistas de una película de moda, las cosas vuelven por donde solían, sus vidas vuelven a ser cansinas, lisiadas y carentes. Si se cruzan conmigo al salir cinco minutos del negocio o la oficina para tomar un apresurado café, tampoco me ven.

Porque a esas horas siempre tienen aire de importancia. Muy seguros de sí mismos, esperan que tarde o temprano alguien acuda a pedirles un favor, que alguien les solicite una firma o un sello imprescindibles, que alguien les deje unas pesetas a deber. Entonces ellos tendrán el privilegio de ceder y perdonarles la vida. Simulan que hacen un trabajoso esfuerzo, parece que reniegan y hacen que regatean, pero les encanta y se sienten más fuertes y más jóvenes. Hablan alto y nos castigan a todos con sus gestos ampulosos. A veces sienten tal satisfacción que muy dentro de ellos algo les obliga a la generosidad. Es ésa la rara ocasión en que se acuerdan de mí.

Sin embargo las cosas no suelen ser así. Al mediodía ya han perdido toda expectativa y al cerrar sus despachos, sus negocios o sus oficinas, caminan con la espalda ligeramente encorvada, las manos en el fondo de los bolsillos, la cabeza hundida y el pensamiento en su fracaso cotidiano. Sus pasos son más blandos y más cortos, sus sonrisas se han helado y suelen avanzar con el ceño fruncido. A duras penas aciertan a saludar con leve gesto a otro como ellos, con los mismos problemas que ellos, con la misma escasa esperanza que ellos. A veces pienso que es por el calor, otras veces creo que es el frío o la lluvia o la niebla... o que el gris es el color que adorna sus afanes vitales, pero hay ocasiones en que alguno me inquieta. Hay rostros que denuncian haber perdido permanentemente toda ilusión, que la vida es una larga condena a la que se sienten vitalmente uncidos. Si sospecho que para llegar a sus casas tienen que conducir por la carretera de la montaña me preocupa que puedan sentir deseos de acelerar al llegar al precipicio.

Cuando el día va concluyendo parecen haber encogido, será la fuerza acumulada de la gravedad, no sé, o será que los acontecimientos plomizos que protagonizan sus vidas hacen que escondan la cabeza entre los hombros. A esas horas los observo ya desde el parque. Los veo tristes y melancólicos, brevemente ilusionados si están con la novia, pasajeramente emocionados si van con sus hijos, pero sin por ello haber perdido el aire de insatisfacción ni dejar de estar intranquilos por el día que amenaza amanecer.
A veces sigo con la mirada a uno de ellos. Le persigo hasta que dobla una esquina o desaparece en un portal. Me los imagino entrando en su casa, hola, cariño, qué hay para cenar, y diciendo a los niños que no armen tanto ruido, que papá está cansado. Ah, otra vez sopa, ¿y hoy qué ponen en la tele? Cuando siento que se enciende la luz del dormitorio refreno mis elucubraciones. A su dormitorio nunca paso, nunca me atrevo a incomodar su intimidad porque... ¿quién soy yo para ello? ¿Quién soy yo si nunca consigo que me vean cuando les tiendo la mano al entrar en la iglesia o al salir del cine? ¿Quién soy yo si nunca consigo que me vean cuando les pido una limosna por el amor de Dios?

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