domingo, noviembre 19, 2006

El anciano de misa de seis (II)

Me sentía ridículo al verme tan postrado por la posible muerte de alguien absolutamente desconocido, alguien a quien jamás había dirigido una palabra, alguien que se hubiera reído de saber por qué motivo había llamado mi atención. ¿Se habría cruzado alguna vez con mi padre? ¿Se conocerían?

Decidí reaccionar, me levanté súbitamente y seguido de Fermín entré en casa. Tenía que cortar definitivamente con aquella situación absurda que amenazaba con ocupar de forma ridícula mi vida durante los siguientes días. Me dirigí a la cocina y busqué aquel robot que todo lo cocinaba con extrema facilidad. “Es muy práctico, nunca dejarás de utilizarlo” me habían dicho cuando forzado por mi divorcio hube de aprender a desenvolverme por mí mismo. ¿Qué habría sido en la vida aquel misterioso hombre? ¿Dónde viviría? Y sin embargo andaba yo ahora sacándolo del fondo de un armario y quitando cuidadosamente los numerosos trocitos de celo con que había cerrado los plásticos que lo envolvían. Nunca aprenderás, me reñí a mí mismo, te encanta despilfarrar el dinero.

Recordaba especialmente bien una de las fórmulas del habitual recetario que acompaña inevitablemente a todos esos artilugios. Me prometí un esfuerzo para concentrarme en lo que estaba haciendo y así expulsar de mi testaruda cabeza la evocación que me atormentaba sin cesar desde hacía ya ocho días. No pude evitar acordarme de mi padre y de lo que nos reíamos una y otra vez ante nuestra tradicional torpeza culinaria. Me acordé de que una vez me dijo que yo necesitaba seguir detenidamente los libros de cocina hasta para hacer una tortilla francesa. Si pudiera verme ahora con mi delantal inmaculadamente blanco, manejando diestramente aquel complicado ingenio se sorprendería sin duda.

Puse un cubilete de nescafé; dos y medio, aunque la receta sólo pedía dos, de azúcar; medio de mi mejor güisqui, aunque también aquí fui algo más generoso; cinco cubiletes de leche y dos puñados de cubitos de hielo y lo batí todo a velocidad cuatro hasta que dejaron de sonar los hielos. ¿Tendría hijos? Me serví un hospitalario vaso y reservé el resto para futuras ocasiones. Quizá haya podido resistir, después de todo, pensé.

Me entretuve, goloso, disfrutando los primeros sorbos de aquella bebida en la que había depositado las esperanzas de una reacción. Di una vuelta por el salón, acariciando mis libros, observando cómo caía la noche, siempre se le veía solo y amargado, luego tenía hijos, seguro, dilucidando si escuchar a Bach o a Mahler, no, Mahler no; había dejado de gustarme desde que me enteré que era el autor favorito de Alfonso Guerra. Iba dando los últimos tragos a mi café espumoso mientras leía en algún periódico la programación de las diversas cadenas de televisión para aquella noche. Enojado apuré mi vaso cuando comprobé que en todas ellas no había más que televisión y acudí a al frigorífico por un segundo vaso de café con güisqui.

Con él en la mano y ya más relajado me acerqué hasta la puerta del jardín, la oscuridad se había hecho ya por completo y me detuve bajo el quicio a gustar el perfume campestre de aquella noche de prematuro verano. Me sorprendió que Fermín gruñera sin aparente motivo. Le reñí en vano y avancé hacia la mimosa. Sorprendentemente el animal no me acompañó y se quedó atrás sin dejar de protestar y de amenazar. Sólo cuando me llegaba a cinco o seis metros de la mimosa y del banco me di cuenta de que mi padre estaba allí sentado, en clara actitud de espera, en esa pose tan suya que tan abiertamente denotaba que se lo estaba pasando muy bien o que al menos esperaba hacerlo. Me quedé petrificado instantáneamente, temblé y el vaso se me cayó al suelo, después retrocedí un paso y luego otro.

Sólo un momento más tarde la luna asomó entre las nubes, iluminó levemente la insignia de su solapa y me permitió comprobar que llevaba entre sus manos un bastón con mango de nácar que en medio de una inigualable excitación me fue fácil identificar.

Recuerdo que las piernas me empezaron a temblar y que cuando caía aún llegué a tiempo de oírle decir:


-Qué, al final tuviste que aprender a cocinar sin tener el recetario delante, eh?

(A mi padre)

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